De tormenta a tormenta, la sonrisa prevalece
[ This is a translation of my article From storm to storm, the smile remains. It was done by a volunteer. ]
Escribí esto ayer por la tarde, pero no he podido publicarlo hasta hoy.
Ha llovido mucho durante casi todo el día. La previsión meteorológica es que va a seguir lloviendo hasta pasada medianoche. Se ha ido la luz porque los paneles solares no han podido generar suficiente potencia para cargar las baterías. Esto es lo que ocurre aquí cuando las nubes son densas: no pasa suficiente luz solar. En el pasado, me habría sentido frustrado por mi impotencia ante estos retos. Me sentiría decepcionado por mi estado y consideraría injusto que todo mi duro trabajo se echara a perder. En otras palabras, interpretaría los fenómenos como si yo estuviera en su epicentro, haciéndome la pregunta equivocada de «¿por qué a mí?». Pero yo no soy el centro del mundo, a pesar de lo que mi subjetividad pueda ofrecer como primera impresión. Lo que yo piense o haga no importa en el gran esquema de las cosas. Hacer que todo gire en torno a mí no me ayuda a vivir.
Antes estaba sentado en el bar, es un mueble sencillo que hice con un palé de madera; lo corté por la mitad y lo uní con algunas tablas para formar la estructura de soporte. Luego, utilicé una vieja puerta de armario para la parte superior. Los materiales que he utilizado tienen roturas visibles. Todos son de segunda mano. El bar no ganaría ningún concurso de belleza. No es el tipo de objeto que se exhibe para presumir de riqueza. Cumple su función y por esa misma razón me gusta.
Mientras estaba en el bar, observaba cómo llovía fuera. Es principios de diciembre. Estamos en el ocaso del otoño, que dura aproximadamente hasta el próximo solsticio. He contado cinco plátanos junto al río. Hay más río abajo. Sus hojas tienen estos colores naranja y verde-amarillo brillantes, que complementan el verde aún vivo de sus robles vecinos. Algunas cañas de los alrededores siguen siendo doradas, mientras que el suelo es un degradado de verde oscuro y marrón con manchas ocres. Todo ello bajo un cielo gris. Es una escena de una belleza sobrecogedora.
En lugar de lamentarme por mi supuesta debilidad y mi aparente incapacidad para «hacer algo» por no tener electricidad, me detengo un momento e intento recordar que no lo sé todo. Puede que tenga una idea clara de lo que quiero, pero no es necesariamente lo que necesito, además, lo que deseo puede ser producto de un malentendido; de que ignoro aspectos importantes de la realidad; de que me dejo influir por otra persona sin comprobar si esas aspiraciones se aplican a mi caso; de que no tengo en cuenta el panorama general. Así pues, la claridad sobre los propios deseos no es garantía de la idoneidad de un curso de acción en relación con las condiciones imperantes.
Cuando ocurre algo, no quiero ser erístico al respecto. No tiene sentido discutir con los hechos: simplemente son. Lo que hago, en cambio, es reconocer cómo están las cosas, reflexionar sobre ellas y sobre mi condición. Puede que tenga algo nuevo que aprender o una nueva oportunidad de practicar lo que ya sé. Si me encuentro discutiendo con los hechos y llamándolos por su nombre, agitando el puño hacia el cielo, por así decirlo, me doy cuenta de que estoy siendo un necio, porque pretendo saber más de lo que realmente sé y/o asumo que mi capacidad de acción es mayor de lo que realmente es.
Mientras continuaba observando mi entorno, mi atención se desplazó al primer plano. Justo delante de mi puerta hay un nogal joven que planté este verano. A ambos lados crecen dos especies de salvia, la salvia officinalis (salvia común) y la salvia fruticosa (salvia griega). Las encontré en el campo y trasplanté algunos ejemplares aquí. Su aroma es especial y además tienen un aspecto estupendo. Aunque no puedo agitar el puño contra los dioses de este mundo, sé que mis actos tienen consecuencias. Por eso asumo la responsabilidad de mi conducta e intento ser considerado en mis actos. Lo que hago aquí influye en mi entorno inmediato. El techo sobre mi cabeza es obra mía. No lo habría conseguido sin trabajar duro. Estas plantas prosperan bajo mi égida. Tengo un plan claro para todo lo que hago aquí, teniendo en cuenta la trayectoria del sol y las demás particularidades de mi entorno.
Aceptar el estado actual de las cosas no es lo mismo que rendirse. Hay una diferencia entre el pragmatismo y el conformismo o el derrotismo. Soy consciente de que algunos estados de cosas son consecuencia de mi iniciativa. Otros no. Incluso cuando controlo algunos aspectos de todo el proceso, por el hecho de ser su iniciador, no tengo necesariamente pleno poder sobre él. Cuido de las plantas, por ejemplo, pero puede que no superen un duro invierno o una grave sequía. Mi contribución no es el único factor determinante en este caso. Hay una interacción de elementos que se combinan de forma compleja para producir los estados de cosas perceptibles. El paradigma de mi realidad, por tanto, no me tiene a mí en su centro. No soy más que un factor de la totalidad, continuamente implicado en el ajuste dinámico de los fenómenos.
Cuando el resultado se ajusta a lo planeado, me siento bien conmigo mismo. Es una retroalimentación que confirma mi capacidad para provocar cambios. Tengo poder. Cuando los resultados no son los que quiero, no me echo toda la culpa a mí. Quizá no tuve en cuenta algo importante, pero incluso si fui impecable en mis cálculos, siempre existe la realidad de otros factores que influyen en lo que ocurre. Si, ante un bajón, afirmo que «sólo yo tengo la culpa de esto», entonces mi egocentrismo es incorrecto. Pero no se trata de un mero error analítico. Tiene efectos prácticos, ya que asumo sobre mis hombros una carga que no es mía, o totalmente mía, en cualquier caso. Una vez más, cometo la arrogancia de pretender ser más fuerte de lo que soy y, al exagerar, me impongo una presión que no estoy hecho para soportar.
Si las cargas que asumimos son más pesadas de lo que podemos soportar, lo único que hacemos es perjudicarnos a nosotros mismos. Nadie es inquebrantable, por muy duro que se crea. ¿Qué pasará si me encaro con Dios? ¿Qué sentido tiene discutir con el cielo? Pierdo, sin preguntas. No tengo nada que demostrar al mundo. Es un acto de locura. Lo mejor que puedo esperar es descubrir mis límites. Sin embargo, si no tengo cuidado con la forma en que hago este descubrimiento, sólo encontraré mi final. Por lo tanto, es lógico ser previsor, pensar las cosas sin darle demasiadas vueltas y tener en cuenta las condiciones imperantes a la hora de elegir el mejor camino a seguir.
Siempre hay una subjetividad de la que no puedo escapar. Observaré y sentiré el mundo a través de mis propias facultades. No puedo experimentar la tormenta como un árbol. Puedo intentar pensar en esos términos, pero me quedaré corto. Se trata, en el mejor de los casos, de una aproximación; en el peor, de una proyección a una forma de vida totalmente distinta. Reconociendo lo ineludible de lo subjetivo, quiero mantener una visión equilibrada de los acontecimientos. En esta perspectiva más amplia, soy un factor del caso. Hago lo que puedo en pos de mis objetivos. Otras fuerzas seguirán actuando. Habrá siempre nuevas eventualidades y yo estaré en un proceso continuo de adaptación a ellas.
Sé que no debo discutir con los dioses. La tormenta pasará. Estoy bien. Mañana habrá sol y volveré a tener electricidad. Entonces reanudaré mi trabajo informático. Doy las gracias al mundo por darme esta oportunidad de aprender algo: a no comportarme como un niño petulante y a ser paciente en la fase de incertidumbre. Lo que tenga que pasar, pasará. Haré lo que pueda y me responsabilizaré de lo que me pertenece. El resto seguirá siendo a pesar de mis actos. Así funciona el mundo. Cuanto antes aprendamos a no pretender ser omniscientes y omnipotentes, más fácil será nuestra vida.